Mi agradecimiento a Rossina que tuvo
la gentileza de invitarme a este "Encuentro de los jueves"
Bámbola conocía mis secretos, mis gustos, mis aficiones y mis debilidades. Éramos amigas desde muy niñas. Solíamos sentarnos en el patio de su casa y la tarde se nos iba casi sin darnos cuenta hasta que su madre nos avisaba que llegaba la hora de la cena. Hablábamos, mucho, y nos gustaba recrearnos en las novelas o cuentos que a esa edad nos deslumbraban. Ella me observaba cuando al entrar en el despacho de su padre, un notario muy ilustrado, mi mirada deambulaba por las estanterías de la biblioteca que cubrían las paredes de aquel salón. Él también sabía de mi afición por la lectura.
Cumplía por aquel entonces mis doce años y dentro de la modesta economía casera y como hija mayor mis padres hicieron lo imposible por agasajarme con una humilde fiesta.Tías, primas, abuelas, algunas amigas y amigos y compañeras del instituto. Pocas, porque era yo más bien solitaria. Rara, según decía mi madre.
Cada uno de los invitados llegaba con algún regalo envuelto en papel brillante y lazos de colores que yo abría con ilusión. Un álbum para fotos, un portaretrato, el poster de mi actor favorito, adornos para mi habitación, aros de fantasía, y alguna que otra prenda íntima que mis tías presentían que ya empezaban a serme necesarias.
Bámbola fue la última en darme el suyo. Se acercó, puso su mano sobre mi hombro, me dio un beso en la mejilla y me lo entregó. Era un sobre, de papel apergaminado, atado con una cinta de raso que enmarcaba los vértices y acababa en un lazo en el centro. Una tarjeta y una dedicatoria: “Con muchísimo cariño y que lo disfrutes" y un “Feliz cumpleaños” en el borde inferior junto a su firma y a la de su padre. La dedicatoria la había escrito él. Reconocí su letra. Eso para mí ya era un halago. La firma de un hombre sabio.
Abrí, mas bien rompí aquel sobre, y tuve la sensación de ruborizarme mientras lo descubría. Lo apreté contra mi pecho. Lo abracé. Y aunque el bullicio de la fiesta no había desaparecido, por unos momentos yo me sentí maravillosamente sola, con una sensación de placer hasta entonces desconocida por mí. No había tenido jamás ese sentido de la posesión. El gozo que nacía de fundirme en algo y acariciarlo. Saberlo mío.
La fiesta continuó entre risas, bailes y miradas. Incipientes miradas y algún que otro beso robado. Los mayores miraban de reojo. Nos cuidaban... decían. Finalizó casi al anochecer.
Luego, y ya en mi habitación, acomodé uno a uno todos los obsequios.
El de Bámbola había quedado sobre mi mesa de noche despojado de adornos y envoltorios. Solos yo y él. Un libro y mi asombro. Mi primer libro nuevo.
Hasta entonces los libros que había leído eran los que, semana tras semana, sacaba de la biblioteca de mi escuela. No eran míos. Una vez leídos se alejaban de mí o yo me sentía obligada a dejarlos hasta que otras manos se acordaran de ellos en aquella mudez de la estantería.
Acaricié la textura de la tapa de tela rugosa, recorrí con mi dedos todas y cada una de las letras de su nombre grabadas con tinta plateada. Pero especialmente quería olerlo. Fui abriendo sus páginas como si de un abanico se tratara. Y olía. Era el olor que yo imaginaba cuando recorría con mi mirada la biblioteca del padre de mi amiga. El olor a papel y a tinta de un libro jamás abierto. Aspiré hondo, muchas veces. Y abrazada a él el sueño me fue venciendo
Aún recuerdo su título, su autor, el color de su tapa, la suavidad de sus hojas pero me es imposible reproducir una sola frase del texto. A veces hasta dudo de haberlo leído. Y sin embargo me adormecía y amanecía con él entre mis manos. Tal vez porque en mi memoria quedó la sensación primera, la de su entrega y mi gozo, y su lectura se ocultó muy dentro de mí como la parte más secreta de esa entrañable relación que establecí con él. Tan secreta y tan íntima como las de una amada y su amante. Negándome la opción de ser desvelada. Acaso por temor a perder su esencia.
Supe por mi padre, que fue quien me lo contó varios años después cuando ya el exilio me habitaba, que alguien lo había enterrado en algún lugar junto a otros muchos libros que se fueron agregando a lo largo de mi vida. Porque hubo una época en que algunos llegaron a pensar que las palabras hacían más daño que un disparo en la sien. El lugar lo desconozco porque quien enterró mis libros hoy ya no existe.
Hoy al escribir esta historia he vuelto a ver a aquella niña de cabellos ensortijados y ojos asombrados, en una tarde de julio, abrazada a un libro. Suyo. La he visto feliz. Todavía.
Convocatoria los jueves un relato