Hasta siempre Vladimir, le dije. Cómo olvidar aquella despedida. Su penetrante mirada azul, su torso atlético y sus manos. Esas manos que tanto apretaban las mías como queriendo impedir el final. Tantos momentos de dolor compartido. Mi horror y su espantoso sentido del deber cumplido, encadenados en un mismo espacio. Y yo, prisionera de un inexplicable sentimiento. ¿Síndrome de qué?, pregunto. De Estocolmo, responde mi psicóloga.
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