Usaron siempre las palabras justas, las imprescindibles .
Disfrutaban dejándose acariciar por las primeras brisas. Caminaban por el valle, cogían nísperos frescos, bebían agua de la fuente, se querían. Se sentaban sobre la hierba y ella leía poemas. En voz alta recitaba palabras ajenas, sonidos que llegaban desde el alma del poeta y soñaban .
El la miraba y sonreía. Ella le devolvía la sonrisa.
Sus silencios eran tan prolongados que les eran suficiente apenas unos pocos gestos para admirarse, para entenderse. Habían aprendido a descubrirse, a sentirse, callados.
Al anochecer cuando llegaba el reposo, las palabras que habían silenciado, las que no necesitaron decirse, las escribían en unas hojas apergaminadas y las guardaban en una caja de madera con olor a pino, a esos pinos que rodeaban su casa, que olían a sus vidas.
Allí fue quedando la huella de sus días. El sigilo de su tiempo compartido.
Y cuando se fue aproximando esa oscuridad que necesita del sonido porque su sombra asusta, cuando presintieron que llegaba el silencio absoluto, abrieron la caja de madera con olor a pino y despertaron las palabras adormecidas, las que habían escrito. Ella las leyó con la misma emoción que había recitado aquellos versos cuando se sentaban en la hierba. Con la voz en alto. Y escucharon los sonidos guardados. Los suyos.
El la miró con la ternura de siempre y pronunció las palabras justas. Las mismas que ella alcanzó a decirle antes del adiós.
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