"Con la palabra se ve lo no visto, o incluso lo no visible"-
EMILIO LLEDÓ. El silencio de la escitura

lunes, 27 de julio de 2009

EN UN RINCÓN DE MI MEMORIA.

LO REAL SIEMPRE VA MÁS ALLÁ DE LO QUE PODAMOS IMAGINAR-Paul Auster
Imposible olvidar la angustia que se advertía en el rostro de mis padres en aquellos nuestros primeros tiempos en Europa en diciembre de 1975. Sólo hacía dos meses que habíamos llegado desde Argentina. Un país en donde las bombas, las amenazas, los muertos y los desaparecidos, nos habían convertido en seres vulnerables y desprotegidos de cualquier derecho a la vida. Primeros días en otro lugar del mundo, sin referencias. Sólo confusiones, soledades, y dolor, un intenso dolor que nos encogía. Privados de todo, sin identidad, invadidos de miedos, de terror. Inseguridades que arrastrábamos desde otro lugar y que se prolongaban, aún, en las calles de esta ciudad, Barcelona.
Papá se había levantado muy temprano para ir a trabajar. Su primer trabajo. Su humillación gratificada. Yo tenía entonces ocho años, mi hermano cuatro. En nuestra inocencia no cabía aún la palabra exilio. Y aunque ellos trataban de ocultarnos su trascendencia, eran inevitables las carencias en aquella infancia. Carencias de afectos arrancados y de privaciones.
No obstante, mi hermano y yo, estábamos contentos aquel día. Nuestro padre trabajaría en un parque de atraciones. Para nosotros era una divertida aventura. Éramos muy niños para advertir lo que significaba para su autoestima,
Desayunamos, sin palabras. Algo les preocupaba.
¿Y ahora que hago?- dijo mi padre, cuando se preparaba para salir. Tenía que coger el metro hasta el parque de atracciones para cumplir con su primer día de trabajo.
Mamá, nerviosa, revolvía todos los bolsillos, abría y cerraba cajones, buscaba...,buscaba algo, algo que no encontró.
Y él, cabizbajo, salió entonces de casa sin darme el beso.
Cuando regresó por la noche, cansado, dejó su jornal sobre la mesa. Acarició el rostro de mamá. Lo recuerdo emocionado. Después de la cena me acompañó a mi habitación y me dió dos besos.
-Por que te debo el de esta mañana- me dijo. Algo muy especial le había demostrado que la vida no se detiene cuando los demás lo deciden.
El tiempo no podía estancarse en la nostalgia. Recuperar la dignidad era la única manera de demostrar que no nos habían vencido. El esfuerzo de la integración iba lentamente recompensándonos. Papá ya trabajaba en la editorial. Mamá daba clases de piano en una academia. Mi hermano y yo habíamos empezado las clases en una escuela del barrio. Surgieron nuevas amistades. Íbamos teniendo historia en otro país. Renovando afectos, lenguaje, emociones. Identificándonos.
Un domingo decidimos dar un paseo. Cogimos el autobús. Era temprano. Iba casi vacío.
Al subir mi padre miró sorprendido al conductor. Era el expendedor de billetes que, una lejana mañana de carencias, vió en el rostro de un hombre desconocido la angustia por sobrevivir. Aquel que le había cobrado cinco pesetas por un billete de autobús que valía seis. La escasa diferencia entre la desesperación y la solidaridad simbolizada en una peseta.
Una mirada de asombro y la memoria retrocedió. Se reconocieron.
Sus miradas  me demostraban que la bondad aparece en cualquier lugar en donde la vida palpita día a día. A pesar de la existencia de aquellos otros que siembran el terror y cercenan nuestras libertades, nuestro derecho a vivir en paz.

Durante el trayecto papá, sentado en el primer asiento, fue contándole aventuras y desventuras de nuestra vida. Yo, con curiosidad de niña ya adolescente, observaba como se entrelazaban aquellas dos miradas. Miradas que me demostraban que la bondad aparece en cualquier lugar en donde la vida palpita día a día. A pesar de la existencia de aquellos otros que siembran el terror y cercenan nuestras libertades, nuestro derecho a vivir en paz.

sábado, 18 de julio de 2009

UN TANGO...MÁGICO

Leyendo “Olvido”, tan bien escrito por Salida al Alba, me dejé llevar por el hermoso y mágico juego de las interpretaciones. Y, como respuesta a su comentario, una de esas fabulaciones dio lugar a que mi imaginación se recreara en este relato.

¿Bailamos ? - dijo. Me estremeció el timbre de su voz pero, inmediatamente, me relajó su tímida sonrisa mientras me lo decía.
No era alto. Ni siquiera guapo. Moreno de tez. Boca grande. Nariz prominente. Definida. Pómulos angulosos.
Pero fueron sus grandes manos las que me cautivaron. Su ruda manera de cogerme por la espalda. Con la derecha, mano extendida rozándome hasta la cintura. Y la otra, la izquierda, prieta, encogida, arropando la mía.
Sonó un tango. Imposible recordar cual era ante tal turbación. Sólo sé que nuestros cuerpos se adueñaron de los compases y los pies, los suyos y los míos, marcaron figuras en vuelo en las baldosas de la habitación.
Me miré en el herrumbrado espejo del armario de mamá. Los zapatos los había cogido de su zapatero. Estaba guapa con aquel vestido. Tal vez, él lo había advertido.
No recuerdo el final del baile. No sé en que momento dejó de sonar la música. Pero si noté el instante en que desapareció la sensación de sus manos apretando mi cuerpo. Fue justo cuando los notas del tango me elevaban hasta el paraíso.
Sabía que mamá había puesto en la entrada del jardín un portón de hierro forjado para evitar presencias extrañas, que sus lámparas y toda su vajilla estaban adornadas de plata para alejar apariciones desafortunadas. ¡Eso creía ella!.
Siempre buscaba entre sus plantas un trébol de cuatro hojas, que luego guardaba entre las páginas de algún libro, como amuleto. Era tremendamente supersticiosa.
Alcé la vista creyendo que él volvería a aparecer por algún rincón, sonriente, invitándome otra vez a bailar. Pero sólo alcancé a ver una imagen de San Patricio, arriba del armario.
¿ Entonces... cómo había podido entrar?.
No obstante, aseguro que bailamos un tango.

miércoles, 15 de julio de 2009

DUELO



Se terminó el trayecto y tuvo la sensación que había hecho un viaje al vacío.
Bajó en la misma estación, como lo hacía cada mañana en las que bastaba sólo un beso de despedida hasta que llegaran de nuevo, momentos compartidos, al anochecer.
Pero no hubo besos.
Y se estrelló con la vida, que seguía, agitándose en la ciudad.
Sólo su tiempo se había detenido. No quería que llegaran las noches por que ellas se adueñarían de los sueños guardados en su memoria. No quería amaneceres que desdibujaran su pasado. Un pájaro negro había cubierto con sus alas el transitar de los segundos.
Se vaciaron sus manos de caricias y su andadura se quedó sin plural desde que la finitud se encajó entre sílabas heladas .
Y el jamás hizo raíz en sus entrañas.
Desde el andén mira como el metro retoma su recorrido habitual. Ve como se aleja.
Nada ha cambiado.
Sin embargo...nada es igual.

miércoles, 8 de julio de 2009

A VECES HOY, ES DEMASIADO TARDE.

Me lo habían advertido ¡ ésto es el infierno!, en un sensato intento de evitarme el asombro. Desde que su calendario fue girando las página hacia atrás, no había vuelto a verlo. El destino me había alejado de su lado hacía ya mucho tiempo. En realidad tengo la sensación que siempre estuvimos lejos uno del otro. Pero había regresado por él. Creía que aún quedaba un tiempo para reconocernos.
Se anunciaba ya la primavera y al traspasar la puerta me encontré con un paisaje sorprendente. El olor de los magnolias inundaba todo el patio. Los jilgueros jugaban en la fuente y sólo se escuchaba el chapoteo de sus alas en el agua y sus alegres cantos. Atravesé el jardín por un sendero bordeado de flores. Al final una enorme casa de fachada reluciente, con grandes ventanales. En sus paredes se enredaban buganvillas de todos los colores. Y alli en medio de aquel despertar le vi..., sentado en un banco verde, con la mirada perdida y su blanca cabeza inclinada sobre su hombro aguantando aún, a su pesar, el peso de toda una vida. A su alrededor, otros que como él miraban hacia la nada. Para ellos ya no quedaban estaciones. No les quedaba ningún placer, sólo el inconsciente gesto de estar incluídos en aquel paraíso.

Inmutables, arropados por un único sonido, el de la naturaleza que despertaba. La contradicción del tiempo despertando en una estación y a la vez estancado en esos cuerpos. En un mismo lugar belleza y decadencia, fuerza y vulnerabilidad. Una estación que abría sus brotes y vidas que cerraban sus ciclos. Comienzos y finales.

Me incliné para saludarlo, esperando un mínimo gesto que lo rescatara de aquel paisaje. Toqué sus manos. Se habían trazado muchísimas arrugas desde que nos alejamos. Le abracé, pero sus brazos no se abrieron para arroparme. Sus ojos empequeñecidos parecían mirarme. Pero no me veía. Me pareció notar la humedad de una lágrima atravesando las grietas de su rostro. Tal vez necesité imaginarla. Muy despacio fui deshaciéndome de su insensible fragilidad. Ya era demasiado tarde para que nos reconociéramos. Me había quedado sin su voz, y sin ella también de aquellas palabras que siempre quise escuchar. De las que no nos habíamos dicho. Al alejarme oí nuevamente el chapoteo de los pájaros que jugaban en la fuente y sus gorjeos. El sonido y el silencio compartiendo un paraiso. O un infierno.

jueves, 2 de julio de 2009

UNA GRIETA EN LA INOCENCIA

Su pequeño baúl estaba alli, al final del altillo. Sus viejos hilos de mimbre se habían resecado con el paso de los años. Pero alli estaba, sumiso, en un oscuro rincón. Asumiendo su función. Guardar, resguardar momentos del olvido. Ella quitó el polvo que lo identificaba con la memoria, con la nostalgia y lo abrió. Cerró los ojos y con su mano derecha empezó un juego. No quería que el encuentro tuviera calendarios. La búsqueda fue sin itinerarios fijados. Al azar. Suavemente la deslizó entre el manojo de momentos que él había retenido. Él, el baúl sería quien la guiaría por los recuerdos. En el primer encuentro, cuando se abrieron sus ojos, apareció aquella imagen.
Ella vestida de rojo, atravesando aquel parque, alegre. Y un instante...
Entonces aún caminaba sin prisas, libre. Sin miedos. Daba pasos de asombro en aquel laberinto. Era una aprendiz de sensaciones. Deslumbrada. Sin experiencias.

Observó detenidamente la imagen y regresó al pasado. Empezó a recorrer lugares repletos de olivos, de acacias, de fragancias y verdes infinitos. Caminos de flores y tierras húmedas. De colores. De trayectos mágicos.
Y se recordó...aún sonriente, desconociendo los entresijos de la vida, arriesgándose, expectante, descubriendo caminos y amaneceres y palabras nuevas, despertando curiosidades. Atreviéndose.
Entonces quería llegar hasta el final. Todavía. A un final aún no imaginado. Era su aventura.

En aquel repaso de sus recuerdos apareció él. Imprevisto en su trayecto. Esperándola.
El prado borró de repente sus colores. Y ella aquel día quedó huérfana de luces.
Él estaba alli, al acecho. Esperándola para devorarle en un instante, con astucias de cazador y de un vil zarpazo, su candidez. Agrietando para siempre su inocencia.
No tuvo valor para mirar la última imagen y cerró el viejo baúl de mimbre con sus angustias dentro.
Siempre le ha temido al último capítulo.
Tal vez, desde que su ingenuidad se enfrentó a los finales infelices.
(Mi recuerdo a Martha, una niña que conocí en un centro de acogida y que le tocó vivir una triste experiencia)