"Con la palabra se ve lo no visto, o incluso lo no visible"-
EMILIO LLEDÓ. El silencio de la escitura

domingo, 31 de octubre de 2010

QUEBRANTO

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 ¡Hace tanto tiempo que mis brazos y los tuyos
encogen sus caricias entre los pliegues de las sábanas!
¡Tanto tanto tiempo que tu espalda y la mía coinciden,
si acaso, en desorientadas ondulaciones!
Anoche, sin embargo,
entre los deseos que se agotan en insomnios
llegué a creer que mi cuerpo y el tuyo se enlazaban.
¡Pero cuán larga es la noche mientras se espera el mañana!
.
¿Sigues allí, inmóvil?...
¿O no?
¿O quizás tan sólo te imagino
mientras palpo la textura de la ausencia?
Se oye ya el día
y en tu hemisferio,
paralelo a mi piel que aún provoca,
se despereza tu pijama que, vacío de ti, encoge de abandono.
Una esquirla de luz atraviesa la ventana y corta mi sombra.
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domingo, 24 de octubre de 2010

ES ELLA,



  pero el espejo enmascara su quebranto. Extiende abrazos transparentes, carmín en la lividez de sus labios y rubor a su desgarro; regala a sus pupilas un cielo que despierta en azules y un collar de brillos hilvanados con rayos de lunas en desvelos. Una ventana se refleja en el cristal y traspasan soles, amaneceres y verdores. Y ella, niña apagada, desnuda de sonrisas, gira su rostro hacia la noche, resistiéndose a descubrir mañanas. Se encarcela.  Enmudece. Enceguece.
El espejo apaga su brillo, desgasta su luz, se opaca, se quiebra y la imagen se multiplica. Se hace infinita su tristeza. Los estaciones se consumen y desesperan las hojas del calendario. También en ellas se desvanece el alba. Agoniza.


domingo, 17 de octubre de 2010

PIZPIRETA Y CHANGUITO



Al atardecer Pizpireta salía con la silla verde de asiento de paja y se sentaba frente al portal de su casa.
Vestía con el metro y medio de tafetta de cuadrillé en celestes difuminados que sus manos habían convertido en una falda vaporosa, con volantes ansiosos de elevarse, de alcanzar algo que tal vez ella no entendía aún pero que su cuerpo empezaba a notar. Tía Elba lo percibía y le había regalado una blusa de fina organza que insinuaba la tensión de sus decencias. Ella se sentía hermosa. Recogía su negra melena en dos trenzas que remataba con lazos rojos y se perfumaba con colonia fresca. Sólo le  disgustaban los zapatos Gomicuer, de suela de goma y presilla al costado, que daban a sus piernas todavía aspecto de colegiala.
Ella imaginaba sus pies calzados con las sandalias, que usaba su prima, de dedos descubiertos y pulserita en el tobillo. ¡Cuándo cumplas los quince!- le decía siempre su madre.
Era costumbre en el pueblo la charla entre vecinas al final de sus faenas. Mujeres perfumadas y adornadas con delantales de colores. Los hombres solían hacer sus conversaciones en la esquina de la calle bajo las amarillentas luces de las farolas. Y los niños jugaban a la ronda inundando la tarde de canciones infantiles
Changuito, el hijo del carbonero, la veía desde la acera de enfrente. Le deslumbraba su frescura. Pizpireta lo intuía.
Él se ponía un pantalón de finas rayas grises que le compró su madre en la tienda del turco.Le cubrian hasta la mediapierna. Su padre le negaba aún la condición de mayor que le hubieran otorgado los pantalones largos. Calzaba zapatillas Pampero de color azul oscuro.  A él le gustaban las blancas pero la negrura del carbón teñia hasta sus preferencias. La camisa la heredó de su hermano mayor.
Se apoyaba  en la descascarada pared de su casa. Una pierna estirada, recta, pisando con firmeza el suelo, asentando su incipiente hombría en la dureza de las baldosas. La otra, la derecha, formando un ángulo obtuso, encojida como preparada para dar un salto al tiempo. Changuito sentía el ardor de la adolescencia. Su pulsión.
Pizpireta, niña mujer, presumía y saltaba la comba. Se enredaban, entre los giros de la cuerda, el final de su inocencia y el descaro de sus muslos descubiertos en cada salto.
El encendía un cigarrillo a escondidas entre las sombras del umbral. El tabaco o su timidez le secaban la garganta.
Al oscurecer las  mujeres de coloridos delantales recogían  sus sillas y los hombres se iban  acercando a sabiendas de que se aproximaba la hora del sueño y del rezo. Las niñas deshacían la ronda mientras cantaban su última canción, "...estaba la blanca paloma, sentada en el verde limón, con el pico cortaba la rama, con la rama cortaba la flor, ¡Ay, ay , ay ...cuándo veré a mi amor!.."
Y cuando la calle se quedó vacía hasta de las sombras Changuito y Pizpireta cruzaron sus miradas y al despedirse se susurraron el primer ¡hola ! que pintó el anochecer de rubores.
El tiempo fue madurando sus cuerpos, despacito, como lo hacen las cerezas en primavera
Hubo muchas momentos  de miradas insinuantes.Y de atrevimientos en espera.
Pizpireta cambió de vestido, Changuito estrenó sus primeros pantalones largo. Ella no llevaba como antes sus zapatos de colegiala y él había recibido de su padre el permiso para vestirse de hombre.
.Pizpireta le dio color a sus labios, destejió sus trenzas y vistió su intimidad de sedas y puntillas. Y Changuito, educado hombre de arrabales se atrevió, en una noche de recatados acercamientos, a murmurarle un ¡te quiero!  y la calle se fue estrechando y se sintieron.
Pizpireta, atrevida y anhelante, ocultó sutilmente su vergüenza y Changuito dejó que sus manos necesitadas de piel encontraran los rincones escondidos de esos anhelos,
Una Dama de Noche, de una sola noche, enredada entre las rejas de una casa vieja, desplegó la blancura de sus pétalos para iluminar el primer estallido de sus cuerpos.

domingo, 10 de octubre de 2010

MUTACIÓN


La función había terminado. En la soledad del escenario él deambulaba. Sus pasos, lentos e indecisos, reflejaban su incertidumbre. Arrastraba su angustia camuflada aún tras su disfraz. El silencio, único poseedor de su verdad, era roto por el imprevisto vuelo rasante de algún murciélago confuso que habitaba la noche entre bambalinas. Miró el salón de butacas. Allí, inmóviles, despojados de su cuerpo, estaban todos los personajes que había interpretado. Ellos espectadores de su última actuación.
Sintió la mirada de todas y cada una de esas máscaras que habían cubierto su rostro, que habían ocultado su vida, arropándolo.
Debía interpretarse a sí mismo. Reconocerse. Se despojó entonces y para siempre del peso de las alas de Madame Butterflay y dejó fluir su transparencia, su verdad. Sintió el desgarro de la mutación. Y lloró. Y se estremeció. Y sonrió.
El telón desplegó lentamente su terciopelo rojo cubriendo una escenografía en donde quedaba para siempre el guión que había enmascarado su cobardía. El atrezzo de su propio engaño.
Las butacas estaban vacías. Sus personajes habían desaparecido.
Las luces se fueron apagando y allí, entre tinieblas, quedaba el fantasma de una anatomía que no le pertenecía.
Al salir vio su nombre en el cartel. No se reconocíó.
Aspiró el aire fresco de aquella madrugada y sintió el abrazo de la vida. De su vida.