"Con la palabra se ve lo no visto, o incluso lo no visible"-
EMILIO LLEDÓ. El silencio de la escitura

miércoles, 31 de octubre de 2012

INOCENCIA




hablo de ti
de tu distancia
y la brisa huele
a tu  brevedad
y los girasoles
que abrazábamos
te presienten aún
y lloran,
lloran
lágrimas de polen
bajo un sombrero verde
Hablo de ti
de tu lejanía
y se oye
el quejido silente
del espantapájaros
que imaginábamos
el crujir de su alma
entre  las ramas secas
y de su esqueleto
entre harapos negros

hablo de nosotros 



jueves, 25 de octubre de 2012

Acuarelas




Hoy tenía ganas de salir a la calle y sentirme distinta, cambiar de peinado y oler a fragancia  nueva.  Tenía ganas de vestirme de verde. Y  busqué en aquel armario en el que yo aún guardaba  vestidos de mamá. Quería encontrar uno de color verde, tan verde  como el de las hojas del jacarandá que adornaba el patio de mi infancia y me anunciaba la primavera cuando aún no había echado sus flores violetas. Y mientras removía  aquel viejo ropero descubrí  una  caja de  madera atada con una cinta de raso roja. La caja había pertenecido a ella.  Desaté el lazo  que la envolvía y luego de acariciar su textura,  veteada en ocres y marrones,  la  abrí.  Allí  fue apareciendo, entre asombros, el mundo que mi madre había guardado para mí.  La mañana era luminosa y los colores de esos objetos que aparecían en la caja iban traspasando mi retina. Eran los colores de mis días. De mis andaduras. Colores de gélidas mañanas en aquella cocina pintada de blanco por las manos de mi padre, de  carbones  encendiéndose en el bracero y de  llamas rojizas y naranjas que entibiaban el frío violeta de la humildad y  de aquel humo gris que parecía retener el instante en una fotografía en blanco y negro. Colores de amaneceres  con olor a pan tostado, de  mermelada de fresa, de leche con chocolate  caliente, de días  de lluvia y barro,  de pies mojados y  zapatos rotos difíciles de reemplazar. Colores  de abrazos y miradas y de soles y de girasoles y de batas blanca almidonada y de paisajes  que ya había olvidado y que  redescubria en esa caja de madera guardada por mi madre. Allí estaban, ordenadas por fecha, antiguas tarjetas de navidad en las que me imaginaba entonces corriendo por aquella blancura de la nieve tan deseada por mí y tan desconocida; fotos de viajes en familia y en ellas,  detenidos, todos los azules de todos los cielos de todos los amaneceres y atardeceres juntos... aún.; un libro y entre sus páginas una ramita seca de lavanda y la delicadeza de un aroma que era para mí el olor del amor y el malva de su flor el color  del infinito; una carta con la transparencia de la adolescencia y  un  ”Te quiero hasta el fin del mundo” que asociaba entonces  aquel amor incipiente con la eternidad.   Busqué su firma y descubrí que no la había puesto. Supuse que era la metáfora de aquellos temores a la desnudez.  A los atrevimientos  que anunciaban lo aún no conocido.
 En un rincón de la caja y apenas visible, tal vez negándome la posibilidad de una lágrima, estaba mi primer cuaderno de tapas marrones y hojas lisas, quebradas y amarillentas, en donde unas ilegibles palabras parecían escritas en los peldaños de una escalera invisible. Las letras subían y bajaban en un desesperado esfuerzo por decir algo. Tal vez porque en la infancia los  días  no son  horizontales  y  los desequilibrios, todavía, no acobardan. O porque la pureza de la inocencia acepta como un entretenido juego de esfuerzo aquellos tambaleos que en la madurez nos hacen sentir  tan vulnerables
Guardé otra vez la caja  en el armario. Me puse el vestido verde,  até  mi pelo con el viejo lazo de color rojo que durante tantos años mantuvo recogido mis momentos.  Me  perfumé con una esencia que olía a naranjas recién cortadas y  a  mis siestas de primavera.  Junto a ti.  Y pinté con  rubor rosa  mis mejillas 
Salí  a la calle y sentí que  conmigo iban  todos los colores de la vida. De mi vida.  Era yo y la que fui. 
Y no eramos distintas.
.

miércoles, 17 de octubre de 2012

MÍO



Mi agradecimiento a Rossina que tuvo 
la gentileza de invitarme a este "Encuentro de los jueves"



Bámbola conocía mis secretos, mis gustos, mis aficiones y mis debilidades. Éramos amigas desde muy niñas. Solíamos sentarnos en el patio de su casa y la tarde  se nos iba casi sin darnos cuenta hasta que su madre nos avisaba que llegaba la hora de la cena. Hablábamos, mucho, y nos gustaba recrearnos en las novelas o cuentos que a esa edad nos deslumbraban. Ella me observaba cuando al entrar en el despacho de su padre, un notario muy ilustrado,  mi mirada deambulaba por las estanterías de la biblioteca que cubrían las paredes de aquel salón. Él también sabía de mi afición por la lectura.
Cumplía por aquel entonces mis doce años y dentro de la modesta economía casera y como hija mayor mis padres hicieron lo imposible por agasajarme con una humilde fiesta.Tías, primas, abuelas, algunas amigas y amigos y compañeras del instituto. Pocas, porque era yo más bien solitaria. Rara, según decía mi madre.
Cada uno de los invitados llegaba con algún regalo envuelto en papel brillante y lazos de colores que yo  abría con ilusión. Un álbum para fotos, un portaretrato, el poster de mi actor favorito, adornos para mi habitación, aros de fantasía, y alguna que otra prenda íntima que mis tías presentían que ya empezaban a serme necesarias.
Bámbola fue la última en darme el suyo. Se acercó,  puso su mano sobre mi hombro, me dio un beso en la mejilla y me lo entregó. Era un sobre, de papel apergaminado, atado con una cinta de raso que enmarcaba los vértices y acababa en un lazo en el centro. Una tarjeta y una dedicatoria: “Con muchísimo cariño y que lo  disfrutes" y un “Feliz cumpleaños” en el borde inferior junto a su firma y a la de su padre. La dedicatoria la había escrito él. Reconocí su letra. Eso para mí ya era un halago. La firma de un hombre sabio. 
Abrí, mas bien rompí aquel sobre, y tuve la sensación de ruborizarme mientras lo descubría. Lo apreté contra mi pecho. Lo abracé. Y aunque el bullicio de la fiesta no había desaparecido, por unos momentos yo me sentí maravillosamente sola, con una sensación de placer hasta entonces desconocida por mí. No había tenido jamás ese sentido de la posesión. El gozo que nacía  de fundirme en algo y acariciarlo. Saberlo mío.
La fiesta continuó entre risas, bailes y miradas. Incipientes miradas y algún que otro beso robado. Los mayores miraban de reojo. Nos cuidaban... decían. Finalizó casi al anochecer. 
Luego, y ya en mi habitación, acomodé uno a uno todos los obsequios.
El de Bámbola había quedado sobre mi mesa de noche despojado de adornos y envoltorios. Solos yo y él.  Un libro y mi asombro.  Mi primer libro nuevo.
Hasta entonces los libros que había leído eran los que, semana tras semana, sacaba de la biblioteca de mi escuela. No eran míos. Una vez leídos  se alejaban de mí  o yo me sentía obligada a dejarlos  hasta que otras manos se acordaran de ellos en aquella mudez de la estantería.
Acaricié la textura de la tapa de tela rugosa, recorrí con mi dedos todas y cada una de las letras de su nombre grabadas con tinta plateada. Pero especialmente quería olerlo. Fui abriendo sus páginas como si de un abanico se tratara. Y olía. Era el olor que yo imaginaba cuando recorría con mi mirada la biblioteca del padre de mi amiga. El olor a papel y a tinta de un libro jamás abierto.   Aspiré hondo, muchas veces. Y abrazada a él el sueño me fue venciendo

 Aún recuerdo su título, su autor, el color de su tapa, la suavidad de sus hojas pero me es imposible reproducir una sola frase del texto. A veces hasta dudo de haberlo leído. Y sin embargo me adormecía y amanecía con él entre mis manos. Tal vez porque en mi memoria quedó la sensación primera,  la de su entrega y mi gozo, y su lectura se ocultó muy dentro de mí como la parte más secreta de esa entrañable relación que establecí con él. Tan secreta y tan íntima como las de  una amada y su amante. Negándome la opción de ser desvelada. Acaso por temor a perder su esencia.
Supe por mi padre, que fue quien me lo contó varios años después cuando ya el exilio me habitaba, que alguien lo había enterrado en algún lugar junto a otros muchos libros que se fueron agregando a lo largo de mi vida. Porque  hubo  una época  en que algunos  llegaron a pensar que las palabras hacían más daño que un disparo en la sien. El lugar lo desconozco porque quien enterró mis libros hoy  ya no existe.
Hoy al escribir esta historia he vuelto a ver a aquella niña  de cabellos ensortijados y ojos asombrados, en una tarde de julio, abrazada a un libro. Suyo. La he visto feliz. Todavía.

Convocatoria los jueves un relato

domingo, 14 de octubre de 2012

MEDIODÍA

Imagen: Mediodía, de Jorge Galeano 


 Supe de la belleza 
en los silencios 
de aquellos mediodías
cuando el sol se insinuaba entre los álamos
y su tibieza
acariciaba el descanso de las sombras,
cuando se detenían los vuelos
y había quietud de alas y de cantos
y enmudecía el paisaje,
cuando se acurrucaba la pereza
de mi gata sobre la hierba fresca
y una brisa azul
acunaba el desvelo de las nubes
adormeciendo el instante,
supe de la belleza 
cuando el fulgor de mi cuerpo
en esa hora inocente
fue un hemisferio junto al tuyo
y fuimos pulsión y savia
y eternidad en la mitad del día

lunes, 8 de octubre de 2012

ACERCA DE "EL PORVENIR ES UNA ILUSIÓN"


Cuando se comienza a leer una novela uno es, en ese punto inicial, un equilibrista que atravesará ese hilo conductor que media entre las palabras que nacen de su autor y esa especial curiosidad como lector. Uno es, al principio de la lectura, sólo un mero y ansioso espectador de esa obra que  empieza a desentrañarse. Pero si  luego la narración nos atrapa y llegamos a sentir que sus personajes  nos estremecen y hay lugares comunes, reales o utópicos, donde nos reconocemos y sufrimos, soñamos, luchamos, amamos, reímos o  lloramos es, entonces, cuando el alma del lector se enraiza con el alma del autor.

Es lo que he sentido al leer la novela "El porvenir es una ilusión " de Horacio Bautista Beascochea a quien debo agradecer su generosidad al hacérmela llegar y tener así el placer de disfrutarla (otra de las cosas positivas de esta virtualidad que hace que casi nos rocemos a pesar de las distancias).
La novela, excelentemente escrita, nos presenta a los personajes en una época de desconciertos en Argentina en la que luchar por los ideales además de poner en peligro la vida arrastraba consigo también la estigmatización por un entorno que, por miedo o por indiferencia, señalaba a los que se comprometían en la tarea por conseguir una sociedad más digna como terroristas. "Algo habrán hecho " solía decirse  cuando alguien caía en las despiadadas garras de los que luego se ocuparían de hacerlo desaparecer "por el bien de la patria". Un lema que intentaba calar hondo en el sentimiento patriótico de un pueblo sometido y tan hábilmente manipulado por las dictaduras.
En ese entorno, el único camino que quedaba por recorrer era la ocultación de las ideas hasta en los círculos más cercanos. Convertirse en sombra y enfrentarse a los desafíos.  

En "El porvenir es una ilusión" se hace palpable ese camino entre la militancia y el oscuro camino de la lucha, en donde nacen relaciones jamás imaginadas, imprevisibles actos solidarios, encuentros entrañables que hacen que esa marcha entre el miedo y la responsabilidad por la lucha en favor de los derechos y libertades de un pueblo se dignifique.

Hay en la novela de Horacio escenas bellísimas, estremecedoras  metáforas del caos de una sociedad en la que el poder atenaza la libertad y sin embargo todo sigue transcurriendo dentro de una normalidad tenebrosamente anormal. De un tiempo en el que hasta las raíces de las hierbas en la pampa se negaban a renacer por el terror impuesto y sin embargo las calandrias se aferraban a las ramas secas y con su canto despertaban esperanzas.
Esa metáfora está hermosamente definida cuando el autor describe una fiesta circense en el pueblo al que acuden Martín Morales “El Negro”, el militante montonero prófugo, y el comisario. Allí y durante la  actuación de unos enanos malabaristas se mezclan, en el reducido espacio de una plaza, la alegría, el asombro, los estruendos, el suspenso, los temores y el recelo asomándose cauteloso entre los presentes. La vida y sus malabarismos. 
La ironía de unos sentimientos y unas relaciones contradictorias que surgen cuando la incertidumbre sobrepasa  los límites del ser humano.
Hay  sobre todo en las palabras de Horacio silencios que desgarran y sonidos que muchos, acaso demasiados,  aún intentan no oír.


Gracias Horacio.