"Con la palabra se ve lo no visto, o incluso lo no visible"-
EMILIO LLEDÓ. El silencio de la escitura

domingo, 27 de abril de 2008

UNA MANERA DE VIAJAR


Vestida de manera llamativa, el pelo rojizo y ensortijado, los labios pintados de rojo promesa y un contagioso gesto de felicidad. Cada mañana a las ocho subía en la parada de Calvet al autobús de la línea 14. Casi todos la esperábamos, era ya como una parte más del trayecto, parte de nuestro paisaje. Los que venían un poco adormilados levantaban la cabeza, y los que aprovechaban el viaje para leer el periódico abandonaban la lectura. Los niños que a esa hora iban prendidos de la falda de la madre refunfuñando se acercaban a Juana al verla llegar. Ella se sentaba casi siempre, salvo que algún turista accidental ocupase su lugar, en el último asiento. Acomodaba la jaula a su lado sobre una especie de alfombrilla que evitaba que el asiento se ensuciase y anunciaba su espectáculo.
- Buenos días, señores pasajeros. Les presento a mi mascota y única compañía en esta vida. Él y yo sólo pretendemos hacerles más alegre el trayecto, ¿verdad, Pedrito? –preguntó a su loro, mientras lo sacaba de su encierro.
Y cuando el espectáculo estaba a punto de comenzar, el chofer disimulaba una sonrisa de satisfacción a través del espejo, como dando el visto bueno a Juana.
- Buenos diiiiias - decía Pedrito, y todo el pasaje le devolvía a coro el saludo.
- A ver, ahora cántales una canción que les alegre la mañana.
Y el loro, con la altivez de un cantante de ópera, estiraba su cuello, se posaba sobre el hombro de Juana convirtiéndolo en su escenario y comenzaba su repertorio.
- Hola, don Pepito! ¡Hola, don José! - y repetía siempre la misma estrofa, pero aquello se convertía en una feria en la que casi todos participábamos. Al llegar a Las Ramblas, Juana y Pedrito se despedían de los que dejaban atrás en el autobús, rumbo a sus trabajos. Yo siempre la imaginé trabajando en algún puesto de venta de pájaros, pero nunca quise averiguarlo. La duda hacía más mágico al personaje que lograba convertir un autobús en un paisaje. Una mañana, siempre en la misma parada del 14 y a la misma hora, Juana subió al autobús sin su sonrisa de siempre, sin su boca prometedora, ni tan siquiera su ropa conservaba el llamativo colorido. Su rojiza melena la había domesticado en una desaliñada coleta. Caminó cabizbaja por el estrecho pasillo, se sentó como siempre en el último asiento y acomodó a su lado la jaula vacía.

martes, 15 de abril de 2008

LA PARTIDA


Aquél niño era yo. Me lo decía casi sin atreverse a levantar la cabeza para que no viera sus ojos empañados por las lágrimas. Cogí la hoja del periódico amarillento y arrugado de tantas dobleces y le vi. El viejo abrigo que cubría su cuerpo, una hilachenta bolsa en donde su madre había conseguido ponerle unas pocas pertenencias y un gorro de lana gorda que sólo dejaba ver sus ojos. Y detrás de él, otros niños. Todos con la misma tristeza en su mirada. Abuelo levantó la cabeza y poniendo su mano sobre mi hombro, dijo- El barco estaba a punto de zarpar, sólo sabíamos que en Rusia hacía mucho frío.

domingo, 6 de abril de 2008

EMILIO Y LA PIEDRA-




Sentado a la orilla de la playa Emilio dejaba mojar sus pies por el agua que desprendían las olas al chocar contra las piedras. Como cada tarde su padre solía dejarlo allí mientras cumplía con su trabajo de refrescar el paladar a los turistas que visitaban Mar del Plata. La venta de helados y refrescos permitía observarlo de cerca para que nada le ocurriera.
Emilio era un niño solitario, observador. Allí estaba relajado. Sus grandes ojos, que asomaban tras su largo flequillo, miraban con asombro el juego que las gaviotas inventaban en el aire. Buscaba piedras y se entretenía haciendo montañitas de distintos tamaños y colores.
Con sus manos en el aire, parecía querer dibujar las diversas formas que las nubes iban tomando.
El cielo estaba rojizo allá donde se unía con el mar. Un solitario velero que asomaba en el horizonte era para él una mariposa sobre el agua. La sensibilidad de Emilio se impregnaba de olores y colores. Cada detalle le servía a su imaginación para inventar historias con las que luego creaba su propio mundo.
La roca sobre la que estaba sentado pareció moverse muy lentamente. Emilio sorprendido se puso de pie y la observó. Era extraño que una roca tan grande se moviera por sí misma. Nadie había a su alrededor que pudiera hacerlo. Puso sus manos sobre ella y creyó oír un sonido. Tampoco había allí nadie que pudiera emitir sonido.
Trató de no darle importancia a lo sucedido y se sentó nuevamente. Pero, poco a poco, fue notando un calor especial que lo envolvía. Se quitó la camiseta, mojó su cuerpo con el agua del mar y con sus manos regó la superficie de la roca para refrescarla. Tenía sueño. Se acostó. Creyó que se dormiría. Mientras, siguió mirando el cielo. Una mariposa jugaba sobre su cabeza. Cerró los ojos y entonces escuchó una voz muy especial que casi hace volar a la mariposa.
Se incorporó nuevamente. Miraba a la roca y esta vez, como entendiendo su lenguaje, la acarició. Sintió un compromiso muy especial con aquel objeto sin vida. La roca, agradecida, le ofreció su amistad y le contó largas historias que Emilio escuchó con atención. Le dijo que las gaviotas eran sus grandes amigas y que al atardecer dormían sobre ella y le hablaban de sus largos viajes; que las mariposas le hacen cosquillas con sus patitas y que ella reía mucho, mucho, y que las hormigas limpian su dura piel de los restos de comida que suelen dejar los humanos. También que las olas, sus inseparables compañeras, la lavan y la acarician para que se duerma.
Emilio casi ni pestañeaba. La conversación llegaba a su fin. La roca le invitó a que se acostara sobre ella y que le hablara de los hombres. Prometió escucharle en silencio, como hacen los grandes amigos. Luego, callaron. Emilio se quedó dormido y soñó que también él le contaba largas historias a la roca.
Cuando su padre vino a recogerlo notó en el niño un encanto especial. Emilio no podría explicarle su felicidad. La magia de la naturaleza había conseguido el milagro de la comunicación.
Antes de retirarse de la playa, Emilio besó la roca y sonrió.