Sentado a la orilla de la playa Emilio dejaba mojar sus pies por el agua que desprendían las olas al chocar contra las piedras. Como cada tarde su padre solía dejarlo allí mientras cumplía con su trabajo de refrescar el paladar a los turistas que visitaban Mar del Plata. La venta de helados y refrescos permitía observarlo de cerca para que nada le ocurriera.
Emilio era un niño solitario, observador. Allí estaba relajado. Sus grandes ojos, que asomaban tras su largo flequillo, miraban con asombro el juego que las gaviotas inventaban en el aire. Buscaba piedras y se entretenía haciendo montañitas de distintos tamaños y colores.
Con sus manos en el aire, parecía querer dibujar las diversas formas que las nubes iban tomando.
El cielo estaba rojizo allá donde se unía con el mar. Un solitario velero que asomaba en el horizonte era para él una mariposa sobre el agua. La sensibilidad de Emilio se impregnaba de olores y colores. Cada detalle le servía a su imaginación para inventar historias con las que luego creaba su propio mundo.
La roca sobre la que estaba sentado pareció moverse muy lentamente. Emilio sorprendido se puso de pie y la observó. Era extraño que una roca tan grande se moviera por sí misma. Nadie había a su alrededor que pudiera hacerlo. Puso sus manos sobre ella y creyó oír un sonido. Tampoco había allí nadie que pudiera emitir sonido.
Trató de no darle importancia a lo sucedido y se sentó nuevamente. Pero, poco a poco, fue notando un calor especial que lo envolvía. Se quitó la camiseta, mojó su cuerpo con el agua del mar y con sus manos regó la superficie de la roca para refrescarla. Tenía sueño. Se acostó. Creyó que se dormiría. Mientras, siguió mirando el cielo. Una mariposa jugaba sobre su cabeza. Cerró los ojos y entonces escuchó una voz muy especial que casi hace volar a la mariposa.
Se incorporó nuevamente. Miraba a la roca y esta vez, como entendiendo su lenguaje, la acarició. Sintió un compromiso muy especial con aquel objeto sin vida. La roca, agradecida, le ofreció su amistad y le contó largas historias que Emilio escuchó con atención. Le dijo que las gaviotas eran sus grandes amigas y que al atardecer dormían sobre ella y le hablaban de sus largos viajes; que las mariposas le hacen cosquillas con sus patitas y que ella reía mucho, mucho, y que las hormigas limpian su dura piel de los restos de comida que suelen dejar los humanos. También que las olas, sus inseparables compañeras, la lavan y la acarician para que se duerma.
Emilio casi ni pestañeaba. La conversación llegaba a su fin. La roca le invitó a que se acostara sobre ella y que le hablara de los hombres. Prometió escucharle en silencio, como hacen los grandes amigos. Luego, callaron. Emilio se quedó dormido y soñó que también él le contaba largas historias a la roca.
Cuando su padre vino a recogerlo notó en el niño un encanto especial. Emilio no podría explicarle su felicidad. La magia de la naturaleza había conseguido el milagro de la comunicación.
Antes de retirarse de la playa, Emilio besó la roca y sonrió.
Emilio era un niño solitario, observador. Allí estaba relajado. Sus grandes ojos, que asomaban tras su largo flequillo, miraban con asombro el juego que las gaviotas inventaban en el aire. Buscaba piedras y se entretenía haciendo montañitas de distintos tamaños y colores.
Con sus manos en el aire, parecía querer dibujar las diversas formas que las nubes iban tomando.
El cielo estaba rojizo allá donde se unía con el mar. Un solitario velero que asomaba en el horizonte era para él una mariposa sobre el agua. La sensibilidad de Emilio se impregnaba de olores y colores. Cada detalle le servía a su imaginación para inventar historias con las que luego creaba su propio mundo.
La roca sobre la que estaba sentado pareció moverse muy lentamente. Emilio sorprendido se puso de pie y la observó. Era extraño que una roca tan grande se moviera por sí misma. Nadie había a su alrededor que pudiera hacerlo. Puso sus manos sobre ella y creyó oír un sonido. Tampoco había allí nadie que pudiera emitir sonido.
Trató de no darle importancia a lo sucedido y se sentó nuevamente. Pero, poco a poco, fue notando un calor especial que lo envolvía. Se quitó la camiseta, mojó su cuerpo con el agua del mar y con sus manos regó la superficie de la roca para refrescarla. Tenía sueño. Se acostó. Creyó que se dormiría. Mientras, siguió mirando el cielo. Una mariposa jugaba sobre su cabeza. Cerró los ojos y entonces escuchó una voz muy especial que casi hace volar a la mariposa.
Se incorporó nuevamente. Miraba a la roca y esta vez, como entendiendo su lenguaje, la acarició. Sintió un compromiso muy especial con aquel objeto sin vida. La roca, agradecida, le ofreció su amistad y le contó largas historias que Emilio escuchó con atención. Le dijo que las gaviotas eran sus grandes amigas y que al atardecer dormían sobre ella y le hablaban de sus largos viajes; que las mariposas le hacen cosquillas con sus patitas y que ella reía mucho, mucho, y que las hormigas limpian su dura piel de los restos de comida que suelen dejar los humanos. También que las olas, sus inseparables compañeras, la lavan y la acarician para que se duerma.
Emilio casi ni pestañeaba. La conversación llegaba a su fin. La roca le invitó a que se acostara sobre ella y que le hablara de los hombres. Prometió escucharle en silencio, como hacen los grandes amigos. Luego, callaron. Emilio se quedó dormido y soñó que también él le contaba largas historias a la roca.
Cuando su padre vino a recogerlo notó en el niño un encanto especial. Emilio no podría explicarle su felicidad. La magia de la naturaleza había conseguido el milagro de la comunicación.
Antes de retirarse de la playa, Emilio besó la roca y sonrió.
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