"Con la palabra se ve lo no visto, o incluso lo no visible"-
EMILIO LLEDÓ. El silencio de la escitura

sábado, 22 de marzo de 2008

EL NIÑO Y EL CONDUCTOR

Aquella tarde, como tantas otras, yo y mi perra paseábamos, mejor dicho Samy y yo que ese era el orden en el que íbamos siempre, pues nunca sabré quien sacaba a pasear a quien. Hacía mucho frío y mi cuerpo enfundado en no sé cuantos kilos de abrigo se desplazaba por unos de los laterales de la avenida Diagonal. Todo parecía normal, nada había cambiado la rutina hasta que mis ojos, que era lo único que sobresalía de la bufanda que envolvía mi cara, observaron el tremendo atasco que se estaba formando con el tráfico que a esa hora punta, aproximadamente las ocho de la tarde, transitaba por la avenida.
En principio nada anunciaba que aquel no era sino un atasco más de los que se solían producir en determinados momentos y seguí con el paseo y con mi perra. Poco a poco, me fui dando cuenta que aquello ya no era una situación normal; la gente empezaba a preocuparse. Los autobuses detenidos iban quedándose vacíos de pasajeros que preferían bajarse y caminar. Me detuve.
Mi perra me miraba como si ella también presintiera algo especial. Frente a mí estaba detenido un autobús de la línea 7, y dentro de él un niño con la mirada asustada y el conductor, que de vez en cuando se giraba y le hablaba, acaso explicándole algo que aliviara su temor por haberse quedado solo. Me acerqué a la ventanilla a la que se asomaba el niño. Me miró a través del cristal y sentí un escalofrío al comprobar que no tendría más de 8 años. No sabía el tiempo que el pequeño llevaba en el autobús, pero sus ojitos denotaban agotamiento. El mismo que parecía sufrir el conductor, que se había inclinado sobre el volante para amortiguar su cansancio. El niño me miró y yo desde fuera le saludé. Me sonrió y entonces en un intento de entretenerlo levanté a Samy y se la mostré. Se puso de pié y volvió a sonreír.
El conductor se dio cuenta y me abrió la puerta, creo que en un intento desesperado de compartir con alguien la incómoda situación que le estaba tocando vivir. Mientras, el niño se fue acercando, quizás atraído por la ternura que le transmitía la perra y, entre sollozos, me dijo que quería ir con su mamá. El conductor, adivinando mi pregunta, me dijo - ya he llamado a su madre- En la mochila del niño leí su nombre y sus señas. Entonces sentí la necesidad de solidarizarme con aquel trabajador del volante que cada día sin querer recoge tantas historias pasajeras, algunas tan especiales como ésta. Le pedí que me dejara sentar junto a Daniel, que así se llamaba el niño, y poco a poco lo fui tranquilizando. Mientras, el conductor escuchaba las noticias y de vez en cuando cogía el teléfono, en un profesional y humano intento de tranquilizar a una madre angustiada. Daniel empezaba a tener sueño, lo arropé entre mis brazos y el conductor le dio un caramelo.
-Debe tener hambre, me dijo- y noté la complicidad que se había creado entre los cuatro, y digo cuatro porque también estaba Samy. Unos golpes en la puerta del autobús nos anunciaron que la pesadilla para Daniel llegaba a su fin.
El rostro de alivio de aquella madre al ver a su hijo, la carita de alegría de éste y, sobre todo, la calidez humana del conductor, de quien ni siquiera atiné a preguntarle su nombre, no se me olvidarán. Bajé del autobús y con mi perra emprendimos el camino de regreso.
Me di vuelta para saludarle y le vi otra vez inclinado sobre el volante como queriendo no sólo borrar el cansancio, sino también la rabia. Todo esto sucedió la tarde en que los terroristas mataron a Ernest Lluch. Y Daniel también vivió la angustia dentro del autobús de la línea 7, el mismo que cada tarde cogía al salir de su clase de música para regresar a su casa.

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