Cada
atardecer ella camina hasta la vieja estación de tren. Viste
faldas vaporosas que se ondulan al ritmo de sus caderas. Pinta sus
labios con un rouge
que resalta su sensualidad. Huele a lavanda su piel. Es bella. La
más bella de aquel pequeño y apenas habitado pueblo.
Se
sienta en el único banco que queda aún del
discurrir. Y espera.
Oye
el pitido que anuncia la cercanía del convoy. Camina por las
desgastadas baldosas del andén. Se acomoda la melena hacia un
costado, repasa el rouge
de sus labios, levanta su mano derecha y saluda. Lo presiente.
Presiente su mirada, profunda, misteriosa. Como el misterio de
la noche en que se amaron. Noche sin luna. Noche cómplice. Y el
ensueño se entrecomilla en el paso de ese tren que ya no se detiene.
Hace tiempo que dejó de hacerlo. Pero ella sigue viéndolo, allí, eternizado sobre las líneas paralelas. Aún retiene el
estremecimiento del instante. El de la brevedad que se eternizó en
el andén. Y el del adiós que no espera la recompensa de un
después.
Anochece.
En el cielo una nube retrasada se desliza como un suspiro y
arrastra con ella la oscuridad que cubrirá la soledad de aquel
pueblo. Y sobreviene el
silencio.
Las
golondrinas con sus vuelos dibujan, para ella, trayectos invisibles
en el aire. Mágicos. Como el del tren por la vieja estación.
Su
mirada se pierde en la lejanía. Y regresa y guarda celosamente su
secreto.
En
el pueblo nadie sabe que ese tren a veces... se detiene.