El recuerdo que deja un libro  es más importante que el libro mismo
                                                           Gustavo Adolfo Bécquer.
Bámbola  conocía  mis secretos, mis gustos, mis aficiones y  mis debilidades. Eramos amigas desde muy niñas. Solíamos sentarnos en el patio de su casa y el tiempo se nos iba casi sin darnos cuenta hasta que su madre  nos avisaba que llegaba la hora de la cena. Hablábamos, mucho, y nos gustaba recrearnos en las novelas o cuentos que a esa edad nos deslumbraban.  Ella me observaba cuando, al entrar en el despacho de su padre, un notario muy  ilustrado, mi mirada deambulaba por las estanterías de la biblioteca que cubrían las paredes de aquel salón.  Él también sabía de mi  afición por la lectura
Cumplía por aquel entonces mis doce  años y dentro de la modesta economía casera  y como hija mayor  mis padres hicieron lo imposible por agasajarme con  una  humilde fiesta.Tías, primas, abuelas, vecinos, algunas amigas y amigos y  compañeras del bachillerato. Pocas, porque era yo más bien solitaria. Rara,  según decía mi madre.
Cada uno de los invitados llegaba con algún regalo. Envueltos en papeles brillantes y lazos de colores que yo   abría con ilusión. Un álbum  para fotos,  un portaretrato, el poster de mi actor favorito, adornos para mi habitación, aros de fantasía, y alguna que otra prenda íntima  que mis tías presentían que ya empezaban a serme necesarias.
Bámbola fue la última en darme el suyo. Se acercó a mí, puso su mano sobre mi hombro, me dio  un beso en la mejilla y me lo entregó. Era un sobre, de papel  apergaminado,  atado con una cinta de raso que enmarcaba  los vértices  y acababa en un lazo  en el centro. Una tarjeta y una dedicatoria: “Con muchísimo cariño, para que lo  disfrutes" y un “Feliz cumpleaños” en el borde inferior junto a su firma y a la de su padre. La dedicatoria la había escrito él. Lo supe después.
Abrí,  mas bien rompí el papel que lo envolvía, y  tuve la sensación de ruborizarme mientras lo  descubría.  Lo apreté contra  mi pecho. Lo abracé. Y aunque el bullicio de la fiesta no había desaparecido,  por unos momentos yo me sentí maravillosamente sola, con  una  sensación de placer  hasta entonces desconocida por mí.  No había tenido  jamás ese sentido de la posesión.  El gozo  que nace de fundirse en algo.  De tenerlo entre mis manos y   recorrerlo, olerlo. Saberlo mío.
La fiesta continuó entre risas, bailes y miradas. Incipientes miradas y  algún que otro beso robado. Los mayores miraban de reojo.  Nos cuidaban... decían. Finalizó casi al anochecer .
Luego,  y  ya  en mi habitación, acomodé uno a uno todos los obsequios. Leí y  guardé las tarjetas en una caja pequeña  de madera hecha por las manos de mi padre. ”Para guardar recuerdos”- me dijo cuando me la dio.  
Pero el regalo de Bámbola había quedado sobre  mi mesa de noche despojado de adornos y envoltorios.   Solos yo y él.  Acaricié su tapa de tela rugosa, recorrí con mi dedos todas y cada una de las letras de  su nombre  grabadas con tinta   plateada.  Pero especialmente quería  olerlo.  Fui abriendo sus páginas como si de un abanico se tratara. Y olía. Era el olor que yo sentía  cuando recorría con mi mirada la biblioteca del padre de mi amiga. El olor a papel y  a tinta  de un libro jamás abierto. Un libro nuevo.  Aspiré hondo, muchas veces. Y abrazada a él el sueño me fue venciendo.   
Hasta entonces los libros que había leído eran los que, semana tras semana sacaba de la  biblioteca de mi escuela y luego devolvía.  Este  me pertenecía.  Lo tendría para siempre .  
Hoy recuerdo su título, su autor, el color de su tapa, la textura de sus hojas pero me es imposible reproducir una sola frase del texto. A veces hasta  dudo de haberlo leído. Y sin embargo  me adormecía  y amanecía con él entre mis manos. Tal vez  por que en mi  memoria  quedó la sensación primera,  la de su entrega, y  su lectura se ocultó  muy dentro de mí como la parte más  secreta de esa entrañable relación que establecí con él. Tan secreta y  tan íntima como la de una amada y su amante. Negándome la opción  de ser  desvelada. Acaso por temor a perder su esencia.  
Supe por mi padre, que fue quien  me lo contó  varios años después, cuando ya el exilio me habitaba, que alguien  lo  había enterrado en algún lugar junto a otros muchos libros que se fueron agregando a lo largo de mi vida. Porque en esa época hubo quienes pensaban que las palabras hacían daño. El lugar lo desconozco,  porque quien lo enterró ya no existe.  
Hoy al escribir  esta historia,  he vuelto a ver  a aquella niña de cabellos ensortijados  y  ojos asombrados, en una tarde de julio,  abrazada a un libro. Suyo. La he visto  feliz. Aún.
