Te vi venir calle abajo.  La  tenue luz de las farolas insinuaba tu presencia. La estrechez de tu falda y el vaivén de tus caderas  poniendo ritmo a la cadencia de tus pasos te anunciaban.  La noche se obstinaba en negarme el perfil  de  tu rostro  pero   te imaginaba.  Eras tan desmedida  en  tu embestida que arrebatabas  al aire sus caricias.    
Yo te esperaba. De tu existencia presentía  hasta tu aliento. Y tú, bondadosa hembra, me descubrías  hambriento. Necesitándote. Tu olfato, tu fino olfato, percibía mi instinto como un lobo a su presa. Olías como nunca nadie mi hambre de madrugadas. Tu cuerpo cubría la luna que, celosa de nuestras noches,  se asomaba por la ventana  de  mi madriguera  empeñada en descubrirnos.  Y  allí  sin nombrarte te nombraba.   Y tu venías a mí, me ofrecías  tu piel,  te   despojabas de todo lo que la envolvía y me untabas con ella desvestida de vergüenzas,  con su  olor, con el vaho de tu  último gemido,   con tus ojos cerrados  reteniendo   esa fugacidad de lo absoluto. Tu reloj no marcaba tiempos sino placeres. Tu desnudez era eterna  en esa oscuridad que la protegía.  
Y recorrí tu espalda  sin promesas de nada, por que me enseñaste  que  una sola promesa acababa el instante  y  que sólo necesitaba llegar hasta el final de tu cuerpo  para consumirme palpando sus secretos, para colmarnos de amor sin pronunciarlo. Porque era en   el silencio, en el sacrificio del lenguaje que delata lo prohibido, donde  se perpetuaba el epílogo de  nuestras noches. Y tú te recogías en esa mudez que anunciaba otras noches  en las  que volvería a nombrarte   mujer,  sólo mujer, para  poder amarte. En esa nocturnidad silente  que eterniza a los amantes.


