La maleta abierta sobre la cama anuncia el regreso. Poco afecta a ordenarla, voy intercalando mis pertenencias sin orden de preferencia. Todo lo que allí llevo tiene el mismo valor. Suelo desechar en cada viaje aquello que no me haya dejado ni un pellizco en mis entrañas, o lo que es lo mismo, pero más correcto, que no me haya hecho latir con más fuerza el corazón.
Adentro ya están las sandalias playeras con restos aún entre sus finas tiras de diminutos granos de arena de la playa en la que quedaron las huellas de mis paseos solitarios. Ellas se obstinan en retrasar el final; los coloridos pañuelos que cubrieron el frío de mi espalda porque me faltaban sus abrazos; la falda blanca con la que solía vestirme de transparencias acaso para calmar la sed de mi piel; la pamela de rafia que solidaria protegía mi rostro de la bravura de un sol implacable y ocultó algunas lágrimas que, tímidamente, llegaron a deslizarse por mi mejilla. Por nada, o tal vez por un montón de cosas. O porque sí, porque necesitaba ese llanto.
Acomodo en un rincón los zapatos rojos de tacón. Los traje por si acaso, por si él llegaba y bailábamos el tango que otro verano hicimos nuestro. Julio Sosa y aquel “Qué falta que me hacés”. Pero mis pies no llegaron a calzarlos. Y yo, esperando, susurré uno de sus versos “...si vieras que ternura que tengo para darte...”.
También llevo, a buen resguardo, aquello que tan sólo habitará para siempre en mi mundo interior, mis instantes. Con cautela pongo un rayo de luna llena que iluminó una noche de insomnio. Imaginando; una libélula que, herida, se posó en mi hombro y allí se quedó regalándome el silencio de sus alas y el despertar de una palabra que se negaba a nacer; el color de los amaneceres que atravesaba la ventana y vestía mi cuerpo de día y utopías; el sonido de la risa de unos niños que desandaba mi tiempo y me trasladaba hasta el placer de mi inocencia; el aroma de este presente que disfrutaré aún cuando todo llegue a convertirse en un recuerdo y el pétalo de una flor que guardé entre las hojas del libro que leía cuando me llegó tu mensaje, el que deshizo la esperanza de un reencuentro.
Afuera sopla una brisa apenas tibia. Cierro la maleta. Mi cuerpo regresa a su punto de partida. También mis esperanzas, mis sueños y mis proyectos. Aquí se queda lo irrecuperable. Lo que no pudo ser. Lo que nunca será.