Albinus había sido un hombre respetable en Berlin, su ciudad natal. Yo le conocí en las sierras de Córdoba, Argentina, adonde había emigrado hacia 1945 después de un doloroso fracaso sentimental. Amó pero no fue amado.
Cada atardecer, al terminar la faena, solía encontrarse con mi abuelo Arnold con quien compartía el oficio de carpintero y una gran amistad que se remontaba a sus años en Berlin. Dos sillas de mimbre verde en el patio de la hermosa casa colonial, donde nació mi padre, y una jarra con agua fresca eran el escenario de sus tertulias. Allí jugaba yo alrededor de la fuente que adornaba el patio bajo una frondosa glicina cuyas flores, al comenzar la primavera, pintaban el paisaje de un deslumbrante color violeta.
Albinus recordaba. Él y abuelo Arnold recordaban. Habían pasado muchos años desde que emigraron, pero seguían apoyándose uno al otro para sobrellevar sus nostalgias. Abuelo había salido de su tierra poco después de su boda con Elena, mi abuela, en busca de un futuro mejor. Lo habían conseguido. Eran muy felices.
Me gustaba escucharlos hablar a abuelo Arnold y Albinus. Sus recuerdos eran, en mi inocencia, cuentos hermosos que no asociaba con la realidad. Hablaban de su juventud, de sus amigos comunes, del barrio y de la guerra.
Una tarde –tendría yo alrededor de doce años- la conversación transformó la mirada de Albinus. Había lágrimas en sus ojos. Éstos eran celestes, muy celestes, y los rojizos reflejos del cielo de ese caluroso atardecer daban a su mirada un brillo especial. Mi curiosidad fue en aumento. Intuí que no se trataba de un cuento sino de una historia común de la que Albinus y Arnold eran los personajes.
Abuelo había posado su brazo sobre los hombros de su amigo como queriendo protegerle. En sus gestos se notaba comprensión. Lo abrazó fuerte y después sacó del bolsillo de su pantalón un amarillento pañuelo con el cual secó sus lágrimas. Entre ellos flotaba el recuerdo de una mujer joven y guapa.
Abuelo se puso nervioso, como si temiese que yo llegara a conocer el final de la historia. Entonces, poniéndose de pie despidió a Albinus. Miré a éste marcharse y, no sé por qué, asocié su imagen con la del perdedor. Su desgarbada figura era como un filo que cortaba la historia entre el desencanto de su pasado y el presente feliz de mi abuelo.
Abuela Elena se asomó desde el comedor para saludarle. La cena estaba lista. Abuelo permanecía en silencio. Aquella noche supe que la tristeza de Albinus por aquel amor imposible tenía un nombre, Elena Suarttz, mi abuela. La joven mujer que enamoró a Arnold .
Cada atardecer, al terminar la faena, solía encontrarse con mi abuelo Arnold con quien compartía el oficio de carpintero y una gran amistad que se remontaba a sus años en Berlin. Dos sillas de mimbre verde en el patio de la hermosa casa colonial, donde nació mi padre, y una jarra con agua fresca eran el escenario de sus tertulias. Allí jugaba yo alrededor de la fuente que adornaba el patio bajo una frondosa glicina cuyas flores, al comenzar la primavera, pintaban el paisaje de un deslumbrante color violeta.
Albinus recordaba. Él y abuelo Arnold recordaban. Habían pasado muchos años desde que emigraron, pero seguían apoyándose uno al otro para sobrellevar sus nostalgias. Abuelo había salido de su tierra poco después de su boda con Elena, mi abuela, en busca de un futuro mejor. Lo habían conseguido. Eran muy felices.
Me gustaba escucharlos hablar a abuelo Arnold y Albinus. Sus recuerdos eran, en mi inocencia, cuentos hermosos que no asociaba con la realidad. Hablaban de su juventud, de sus amigos comunes, del barrio y de la guerra.
Una tarde –tendría yo alrededor de doce años- la conversación transformó la mirada de Albinus. Había lágrimas en sus ojos. Éstos eran celestes, muy celestes, y los rojizos reflejos del cielo de ese caluroso atardecer daban a su mirada un brillo especial. Mi curiosidad fue en aumento. Intuí que no se trataba de un cuento sino de una historia común de la que Albinus y Arnold eran los personajes.
Abuelo había posado su brazo sobre los hombros de su amigo como queriendo protegerle. En sus gestos se notaba comprensión. Lo abrazó fuerte y después sacó del bolsillo de su pantalón un amarillento pañuelo con el cual secó sus lágrimas. Entre ellos flotaba el recuerdo de una mujer joven y guapa.
Abuelo se puso nervioso, como si temiese que yo llegara a conocer el final de la historia. Entonces, poniéndose de pie despidió a Albinus. Miré a éste marcharse y, no sé por qué, asocié su imagen con la del perdedor. Su desgarbada figura era como un filo que cortaba la historia entre el desencanto de su pasado y el presente feliz de mi abuelo.
Abuela Elena se asomó desde el comedor para saludarle. La cena estaba lista. Abuelo permanecía en silencio. Aquella noche supe que la tristeza de Albinus por aquel amor imposible tenía un nombre, Elena Suarttz, mi abuela. La joven mujer que enamoró a Arnold .
2 comentarios:
Cuanta belleza encierran algunas historias de nuestros abuelos.
p.d. hoy estoy ensimismada con tus escritos y me voy a obligar a levantarme de esta silla, porque a este paso los terminaré hoy mismo.
Hasta pronto!
Hola patricia, me asombra tu fidelidad a la vez que me alientas a seguir sembrando de palabras esta blog para que alguien...como tu tenga esta sensación de no querer levantarse de la silla. Es para mi un honor todo lo que me dices.Consigues levantar mi autoestima,a pesar de que hay días en que me quedo sin palabras. Tal vez sea el otoño que las seca al igual que a las hojas de los árboles. Gracias, muchas gracias!
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